Karl Kerényi (1897-1973), miembro de las Conferencias Eranos y de la Bollingen Foundation, publicó libros sobre Asklepios, Prometeo, Dionisos, Eleusis y Zeus y Hera (Bollingen Series, Princeton University Press). Alumno de Walter Otto en 1929, dio cursillos sobre Historia de las Religiones Antiguas y fue profesor de Filología Clásica en la Universidad de Budapest. Otras obras suyas son The Heroes of the Greeks, 1959 y Hermes, Guide of Souls, conferencia pronunciada en Eranos en 1942 y puesta por escrito como libro un año después (6ª ed. en inglés: Spring Publications, Woodstock, CT 1996).
Antología de Textos Herméticos
HERMES, GUIA DE LAS ALMAS
KARL KERENYI
1ª Parte
LA "IDEA DE HERMES" 

La pregunta que estamos procurando responder, expresada muy sencillamente, es esta: "¿Cuál era el aspecto de Hermes para los griegos? No estamos formulando esta pregunta a fin de obtener la contestación más simple: "Un Dios". Esto nada les diría a la mayoría, o en el mejor de los casos, les diría algo sumamente cuestionable. Al formular la pregunta como lo hemos hecho, solamente estamos suponiendo que el nombre Hermes corresponde a algo, a una realidad, al menos a una realidad del alma, pero posiblemente a una realidad cuyas implicaciones sean más inclusivas. De este modo, la pregunta no se torna totalmente ahistórica, sino que, al mismo tiempo, tampoco sigue siendo netamente histórica. Debemos reconocer el hecho histórico de que, para los griegos, su Dios Hermes no era algo meramente inexistente, como lo es para el hombre contemporáneo; tampoco era una fuerza carente de forma. Era algo muy exacto y, al menos desde la época de Homero, poseía una personalidad claramente delineada. Aunque, como persona, jamás exhibió lo arbitrario de un mero poder; siempre estuvo mucho más contenido por la definición de su propio significado inherente. Nuestra tarea, como historiadores, es la de representar este Hermes en su totalidad irreductible y sumamente personal.  

Sin embargo, lo que indagamos trasciende las preguntas históricas si procuramos re-descubrir la realidad del nombre griego Hermes en el plano de la realidad intemporal que no es condicionada por la historia. Por supuesto, las apariencias superficiales de las epifanías de los Dioses son condicionadas por el tiempo y el lugar. Pero ninguna Deidad puede reducirse completamente al color de la piel, al peinado, a las vestiduras y otros atributos sin que quede algo. Esta parte "que queda" es precisamente lo que estamos buscando. Es evidente que, para encontrarlo, debemos apoyarnos en los resultados de los estudios históricos, pero también en más que un conocimiento científico de la principal mitología.  

En estrecha conexión con la primera pregunta ("¿Cuál era el aspecto de Hermes para los griegos?"), hay una segunda pregunta: Para los griegos, ¿cuál podría ser precisamente su aspecto como Dios? Por el momento no nos ocuparemos de esta pregunta, aunque no debamos olvidarla por completo. Es necesario que la expresemos con suma seriedad si creemos haber encontrado al "Hermes" original en algo material e inferior. Es precisamente esta omisión la que hace de la mayoría de las hipótesis sobre los orígenes nada más que meras conjeturas para nada científicas. Sin embargo, deberíamos presumir que ese "algo" que constituye la realidad de un Dios, debe corresponder necesariamente a algo sublime, y que, de acuerdo con nuestros conceptos -basados precisamente en las más recientes concepciones de los Dioses griegos- es inherente a la idea helénica de Dios. De otro modo, caeremos en el error de Walter F. Otto,(1) gran estudioso de la religión griega, quien, en las más brillantes páginas escritas por él, describe a Hermes como una Deidad cuya idea es evidente para nosotros, y al mismo tiempo lo separa de los aspectos primitivos de su configuración -aspectos que los mismos griegos nunca consideraron incompatibles con su Divinidad.  

"Sea lo que fuere que hayan pensado de Hermes en tiempos primitivos", leemos al concluir Otto su soberbio retrato de Hermes, "otrora debe haber cautivado la mirada como un brillante destello proveniente de los abismos, viendo a un mundo en el Dios, y al Dios en todo el mundo. Este es el origen de la figura de Hermes, que Homero reconoció y a la que posteriores generaciones adhirieron". Se supone que un mundo de Hermes había sido revelado a los griegos -tal vez durante el sublime período cuya forma de expresión más excelsa, y posiblemente también la última, fue la epopeya homérica-, un reino y un dominio que tienen lugar entre los otros dominios del mundo-como-una-totalidad, pero formando, por derecho propio, una totalidad unificada: "el reino cuya imagen divina es Hermes". Una lógica específica caracteriza y mantiene unido a este reino: "Es un mundo en el sentido total, que Hermes anima y gobierna, un mundo completo, y no sólo algún fragmento de la suma total de la existencia. Todas las cosas pertenecen a ese mundo, pero se presentan con una luz distinta que en los reinos de los otros Dioses. Lo que ocurre en él es como si proviniera del cielo y no implica obligaciones; lo que se hace en él, es la actuación de un "virtuoso", en el que el goce no entraña responsabilidad. Quien quiera este mundo de triunfos y ganancias y el favor de su Dios Hermes, debe aceptar también perder; lo uno no existe nunca sin lo otro". En consecuencia, Hermes es "el espíritu de una forma de la existencia que, bajo diversas condiciones, siempre reaparece y sabe tanto de ganancia como de pérdida y, a la vez, se muestra bondadoso y se complace en el infortunio. Aunque gran parte de esto deba parecer cuestionable desde un punto de vista moral, no obstante ello es una forma de ser que, con sus aspectos cuestionables, pertenece a las imágenes básicas de la realidad viva, y por lo tanto, según el criterio griego, exige reverencia, si no por sus diversas expresiones en total, sí por lo que en su totalidad significa y es en esencia".  

Si alguna vez se aclarara esa "imagen básica de la realidad viva" como es este mundo de Hermes, ella no se mantendría unida ni se caracterizaría meramente por su lógica específica, también se habría vuelto lúcida y convincente incluso para nosotros. Por otra parte, esta capacidad iluminadora crea una distancia desde la imagen más primitiva y menos inteligible de Hermes que se nos muestra en la mayoría de las estatuas priápicas, y en las piedras con falos erectos (los "Hermes"), para no mencionar los aspectos titánicos y espectrales de esta Deidad. De otra manera podemos de hecho referirnos a Hermes como un "modo de ser" que es, al mismo tiempo, una "idea" y, sobre esta base, proclamar profundas verdades acerca del Dios. Su modo es -para citar una vez más la clásica descripción de Otto- "tan singular y tan cabalmente delineado, y se vertebra tan inequívocamente en todo lo que él hace, que sólo hay que advertir esto una sola vez para no tener más dudas de su esencia. En esto reconocemos tanto la unidad de sus acciones como el significado de su imagen. Cuanto él haga o produzca, revela la misma idea, y eso es Hermes".  

Lo correcto de estas palabras es tan convincente como lo de las citas anteriores. Sin embargo debemos preguntar: Esta rigurosa adhesión a una idea que aún es plausible para nosotros, a un modo de ser en el mundo que aún podemos experimentar, y por los que, igual que los griegos, consideraríamos a la divinidad, ¿no excluirá desde el principio una parte importante de la imagen de Hermes y del mundo de Hermes? ¿Esto no excluiría precisamente algo "griego" que histórica y significativamente pertenece a Hermes? Por supuesto, éste sería un significado que debería revelársenos como algo nuevo y antiguo a la vez, y también como algo que trasciende nuestra visión histórica y, tal vez, hasta nuestras convicciones filosóficas, porque si hemos de tener éxito en revivir plenamente la imagen del Dios, deberemos estar preparados no sólo para lo inmediatamente inteligible, sino también para lo extrañamente misterioso. En verdad, las imágenes de los Dioses griegos pueden ser tan reacias a la conceptualización y la lógica que podemos sentirnos tentados, en el curso de nuestra investigación, a citar los famosos versos pronunciados para describir a los seres humanos:  

    No soy un libro hábilmente redactado,  
    Soy un Dios con sus propias contradicciones...* 
*. Estos dos versos, en los que la palabra "Dios" reemplaza a "Hombre", corresponden a Huttens letzte Tage, de Conrad Ferdinand Meyer.  
 
 
II 
EL HERMES DE LA ILIADA 

Familiaricémonos primero con lo que podemos aprender sobre el Hermes de los poemas de Homero. Con seguridad, sería una precipitada conclusión afirmar que los rasgos de la imagen de Hermes que no se mencionan en la Ilíada, en la Odisea ni en los Himnos Homéricos, fueran desconocidos para el autor de esa obra especial. Debemos preguntar cuál podría haber sido la razón de este silencio relacionado con cada rasgo que falta, pero que aparece en una de las demás fuentes y es suficientemente antiguo. Es muy evidente la razón de por qué nos enteramos más sobre Hermes en la Odisea que en la Ilíada, y más en el Himno que en la Odisea: el mundo heroico de la Ilíada es mucho menos el mundo de Hermes que el del viaje epopéyico, la Odisea, y su mundo es más patente aún en el Himno, no porque el origen de éste sea posterior a las dos grandes epopeyas, sino porque su héroe es el Dios mismo.  

El mundo de la Ilíada no es el de Hermes. Si existe una figura que domina este mundo y le imprime un sello característico, esa figura es Aquiles, tal como Odiseo domina y caracteriza al de la Odisea. El mundo de la Ilíada recibe su tono esencial de la finalidad del hado que recae sobre su efímero héroe. El criterio de que la vida debe necesaria e íntimamente ocurrir de manera definitiva corresponde al criterio de que la muerte es igualmente final y obedece a esta misma ley: el final es inalterable y con él termina todo. El daimon del hado, correspondiente al héroe, que se genera cuando éste nace -su propio Ker(2) personal- madura en un daimon de la muerte, lamenta estentóreamente su destino y deja detrás la edad viril y la juventud por una existencia exangüe y tenebrosa en la muerte. Es imposible evadirse de esto. La vida es individual: se concreta según leyes innatas que rigen sobre el héroe en cuestión, y su final es su propia muerte particular. El héroe no es engañado ni seducido por un daimon de la muerte con el que no esté familiarizado. La fuerza que lo atrae hacia su muerte se halla originalmente en él; en Patroclo, en Aquiles, en Héctor y en todos los que, por su heroica valentía, sucumben ante ella. En la Ilíada, Hermes no aparece una sola vez para apartar a un alma o asumir el papel de escolta.  

La razón es evidente: el campo de acción de Hermes está fuera de este mundo en el que la muerte constituye un irreductible trasfondo como concluyente y excluyente polo opuesto de la vida, que el héroe elige al mismo tiempo que elige su existencia heroica. El hecho de que Hermes no sea en la Ilíada el guía de las almas, no significa necesariamente que no sea el guía de las almas en general, sino solamente, tal vez, que en el mundo de Hermes, la muerte misma tiene un aspecto diferente. Lo que descubrimos en la Ilíada, acerca del mundo y de lo que Hermes hace, se refiere a opciones de la vida, a la disolución de los opuestos fatales, y a las violaciones clandestinas de fronteras y leyes. La muerte puede contemplarse desde el punto de vista de la vida como la conclusión que forzosamente ocurrirá y como la disolución necesaria por medio de su polo opuesto. Sin embargo, la opción más evidente de la existencia -su generación, productividad, fecundidad y multiplicación desbordantes- se presenta como algo que no puede calcularse y es un mero accidente. Es precisamente a esta altura de la Ilíada que nos encontramos con Hermes.  

Su amado Forbas es quien agradece a Hermes por sus ricos rebaños (Libro XIV, 490). Hermes era también el amante de Polimele, hija de Filas, a quien visitaba secretamente en su hogar y que le dio un hijo, Eudoro (Libro XIV, página 180 y siguientes). Con estas referencias, el aire cálido de la procreación y la enriquecedora fecundidad flota en la atmósfera de la Ilíada, que de otro modo abruma tanto con la horrible fatalidad. Los nombres de Forbas, Polimele y Eudoro sugieren incluso ricos ganados y franca abundancia.) Hermes se mantiene deliberadamente distante de todo suceso heroico. El lenguaje de la epopeya suele llamarle Argeifontes en lugar de Hermes. Es un nombre que recuerda una hazaña titánica: la muerte de Argos, el de los cien ojos, con una espada curva, la misma que usó Cronos para mutilar al Dios del cielo, y que Perseo utilizó para cortar la cabeza de la Medusa.(3) El constante epíteto que acompaña a Argeifontes, diaktoros ("guía"), se relaciona con palabras que se refieren a los difuntos y a la riqueza que les toca.(4) En su carácter de akaketa ("benigno" y "gracioso") da pruebas de ser un amable Dios de la muerte. La mejor traducción de este epíteto es "el indoloro". Hermes ni siquiera toma parte en la batalla de los Dioses, en la que la tragedia realmente está ausente.(5) Lo significativo de esto es que no se le asigna un Dios sino una Diosa, Leto, como su contrincante: ella es la Diosa-Madre, quien se parece muchísimo a su hija, Artemis. Pero Hermes es demasiado astuto como para entablar combate con ella  

    pues es arduo  
    pelear con las novias de Zeus,  
    quien congrega las nubes. No,  
    con más prontitud puedes hablar libremente entre  
    los dioses inmortales, y afirmar que fuiste  
    más fuerte que yo, y vencerme.  
    (Libro XXI, páginas 498 a 501.) 
Elude a Leto con estas palabras. La fama no forma parte, para nada, de su mundo. La habilidad de Hermes, en la Ilíada, es estrictamente la de la evasión más carente de heroísmo. El oficio del mensajero de los Dioses, que por lo demás él desempeña, no lo tiene en la Ilíada, y se evita toda alusión a él.(6) Tiene su sitial entre los otros Dioses, en mérito a su maestría: es el ladrón consumado. A Ares, que estaba encadenado, lo robó de su prisión (Libro V, página 390), y también habría robado el cadáver de Héctor si tan sólo los Dioses hubieran estado de acuerdo (Libro XXIV, página 24 y siguientes). Zeus prefiere lo que considera más expeditivo, aunque aún actúa valiéndose de Hermes. Todo el agridulce final del libro, en el que el mundo heroico de la Ilíada exhibe de pronto su impredecible ternura, se halla bajo el signo de Hermes. Zeus le manda ver al anciano Príamo quien, a la sazón, está en camino para recuperar de Aquiles el cadáver de su hijo. No le envía como mensajero -el mensajero de Zeus es Iris en la Ilíada- sino como un guía (pompos), pues es a Hermes a quien gusta asociarse con una persona ("Hermes, pues tú, más que todos los demás dioses, eres la más querible compañía del hombre..." Libro XXIV, páginas 334 y 335), para concederle un pedido, y para hacerla invisible. Esto es lo que él hace aquí: primero, se congracia con el anciano y toma la forma de un joven, y después, le guía como lo hace un ladrón. Con su auxilio es posible robar ese cadáver del implacable demonio de la venganza que posee a Aquiles y a todo el campamento griego. Aquiles obedece a Zeus y cede, pero a Hermes se le deja el abrir la puerta para la huida, y lo hace adormeciendo a los guardias.  

Este guía juvenilmente apuesto, amigable y ladrón, de calzado mágico de oro que lo transporta por tierra y mar, y con una vara mágica con la que adormece a la gente y la vuelve a despertar, ¿no tiene todas las características y atributos de un guía de las almas que es seductor y letal: el amable psicopompo de monumentos posteriores? La razón de que el poeta no le permita aparecer representando este papel es, como hemos visto, que no coincide con el mundo de la Ilíada. El mundo de la Odisea confirma esta opinión, y también permite que se destaque este aspecto de Hermes. 

Traducción: Héctor V. Morel
 
Continuación
Antología
 
NOTAS
1. The Homeric Gods, por Walter F. Otto, Nueva York (Pantheon, 1954), traducción inglesa de Moses Hadas. 

2. Cf. Der grosse Daimon des Symposion, por Karl Kerényi, Albae Vigiliae XIII, (Amsterdam, 1942), página 32 y siguiente; en "Humanistiche Seelenforschung", Werke in Einzelausgaben, tomo I, (Munich, 1966), página 306 y siguientes. 

3. Essays on a Science of Mythology, por Carl G. Jung y Karl Kerényi, Serie Bollingen XXII, (Princeton: Princeton University Press, 1971), tercera edición (en rústica), página 127. 

4. Cf. Hesych, en vocablo: ktéres; Solmsen, Indog. Forsch 3. página 96 y siguiente; también Ostergaard, Hermes 38, página 333 y siguientes; y H. Güntert, Kalypso, Halle, 1919, página 162 y siguiente. 

5. Cf. The Religion of the Greeks and Romans, por Karl Kerényi (después: Greeks and Romans), traducción inglesa de C. Holme (Londres: Thames and Hudson), 1962, página 199; tercera edición reimpresa por Greenwood, 1973. Título original: Die antike Religion (Amsterdam-Leipzig: Pantheon, 1941). 

6. Esto resulta especialmente sorprendente en el Libro II, página 104, en el que el texto no dice: "Zeus envió el cetro por medio de Hermes a Pélope", sino más bien que Zeus se lo dio a Hermes, Hermes a Pélope, Pélope a Atreo, etcétera.