León Hebreo (Judá Abravanel, Lisboa h. 1465 – Italia 1521) fue filósofo y médico de tendencia neoplatónica. En Portugal estudió filosofía, astronomía y medicina, profesión que empezó a ejercer con éxito en Toledo, pues residió en España muchos años donde fue educado de la mano de su padre, Isaac Abravanel, conocida figura rabínica muy respetada. Tras la expulsión de los judíos, huyó a Italia e inició un peregrinaje que le llevó a Nápoles, Génova, Florencia y Venecia.

«Los Diálogos se publican por primera vez en Roma en 1535 y fueron traducidos al latín (Viena 1564), al francés (1580) y al español (1584)». La obra «constituye un tratado sobre el tema en la línea de Ficino (De Amore, 1484) y Pico de la Mirandola (Comentario a una canción de amor de Jerónimo Benivieni, publicado en 1522) a la par que una suma de conocimientos herméticos». Está escrita en forma de diálogo entre Filón y Sofía.

En su obraLas Utopías Renacentistas de donde citamos lo anterior, Federico González expresa asimismo lo siguiente acerca de este libro, aunque aquí no reproducimos las citas que él efectúa y que los lectores podrán seguir cuando se publique en su web junto con el acápite dedicado a su autor: «Haciendo un análisis de la obra se puede constatar algo curioso: el mensaje de la misma sobre el Amor es sin duda de carácter platónico, aunque la forma en que es expuesto el tema –y su sistematización– está muy influida por Aristóteles del que León Hebreo era gran admirador, y aún se podrían notar trazos en ella de la construcción medieval de Sto. Tomás de Aquino, la Suma Teológica. Es interesante este tema pues reúne en pleno Renacimiento dos pensamientos que si bien presentan diferencias y divergencias tiene también un sustrato común –ya que Aristóteles fue alumno como se sabe de Platón– y que aunque en muchas partes se contradicen también en varias se complementan, como también lo manifestara Gemisto Pletón en su Sobre las diferencias entre Platón y Aristóteles, publicada en Florencia a pedido del incipiente grupo que precediera a la posterior fundación de la Academia, y que tanta impresión causara en la corte de los Médicis».

«Queremos detenernos en esta teoría de León Hebreo sobre el Amor por la inmensa calidad de su intelecto y considerando además que otros extraordinarios expositores del tema en la época, como Ficino (De Amore, 1484) y Pico de la Mirándola (Comentario a una canción de amor de Jerónimo Benivieni, publicado en 1522), son más conocidos y valorizados».

Este fragmento pertenece a la edición de Diálogos de Amor con intr. y notas de Andrés Soria Olmedo y trad. de David Romano. Editorial Tecnos, Madrid.

Antología de Textos Herméticos

DIALOGOS DE AMOR

LEÓN HEBREO
Comienzo del Diálogo Primero
FILÓN.—El conocerte, Sofía, me produce amor y deseo.

SOFÍA.—Filón, estos afectos que te produce el conocerme, me parecen discordantes. Quizá sea la pasión la que te hace hablar así.

FILÓN.—Difieren de los tuyos porque son ajenos a toda correspondencia.

SOFÍA.—Amar y desear son entre sí afectos contrarios de la voluntad.

FILÓN.—¿Y por qué son contrarios?

SOFÍA.—Porque de todas las cosas que consideramos buenas, solamente amamos las que tenemos y poseemos, mientras que deseamos las que nos faltan. Es decir, que el deseo precede al amor y, una vez obtenida la cosa deseada, nace el amor y el deseo desaparece.

FILÓN.—¿Qué te induce a tener tal opinión?

SOFÍA.—El ejemplo de las cosas que son amadas y deseadas. ¿No ves que cuando no gozamos de salud la deseamos, pero no podemos decir que la amemos? En cambio, al conseguirla, la amamos, pero ya no la deseamos. Las riquezas, una herencia, las alegrías, las deseamos antes de poseerlas, pero no las amamos. Más tarde, cuando las hemos logrado, ya no las deseamos sino que las amamos.

FILÓN.—Aunque cuando carecemos de salud y de riquezas no las podemos amar porque no las poseemos, sin embargo amamos el poseerlas.

SOFÍA.—Es impropio aplicar la palabra «amar» a querer poseer una cosa, ya que lo que queremos decir es «desean», porque el amor procede de la misma cosa amada, mientras que el deseo es el afán de tenerla o adquirirla. Por ello parece que no pueden coexistir amar y desear.

FILÓN.—Tus argumentos, Sofía, demuestran más lo sutil de tu ingenio que la verdad de tu opinión; porque si no amamos lo que deseamos, desearíamos lo que no amamos y, por consiguiente, lo que aborrecemos u odiamos. La contradicción no podría ser mayor.

SOFÍA.—No me engaño, Filón, pues yo deseo aquello que por no poseer no amo; pero cuando lo posea, lo amaré, pero ya no lo desearé. Sin embargo, ésta no es razón para desear lo que aborrezco ni siquiera lo que amo, puesto que la cosa amada la tenemos, y, en cambio, carecemos de la desea­da. ¿Qué mejor ejemplo puede aducirse que el de los hijos? Quien no los tiene no los puede amar, pero los desea; quien los tiene, no los desea sino que los ama.

FILÓN.—Al igual que aduces el ejemplo de los hijos, debieras recordar el del marido: antes de tenerlo, se le desea y ama al mismo tiempo; más tarde, cuando se le tiene, viene a faltar el deseo y, a las veces, el amor, aunque en muchas mujeres no sólo persiste sino que incluso aumenta. Lo mismo le ocurre al marido con relación a su esposa. ¿No te parece que este ejemplo es mejor para probar mi afirmación que tu ejemplo para negarla?

SOFÍA.—Tus palabras me satisfacen en parte, pero no del todo; máxime si me valgo de tu ejemplo que es semejante a la duda acerca de la cual estamos discutiendo.

FILÓN.—Te hablaré universalmente. Bien sabes que el amor es una de las cosas buenas o que consideramos buenas, puesto que cualquier cosa buena es amable. Al igual que hay tres clases de bueno: provechoso, deleitable y honesto(1), hay tres clases de amor: el deleitable, el provechoso y el honesto. Estos dos últimos, cuando se poseen, deben amarse en algún momento, antes o después de conseguirlos. En cambio, lo deleitable no lo amamos una vez conseguido, porque, por naturaleza, todas aquellas cosas que deleitan nuestros sentidos materiales, una vez alcanzadas se aborrecen más rápidamente que se amaron. Por ello, es preciso que reconozcas que tales cosas se aman antes de poseerlas y, también, cuando se desean. Pero, dado que cuando se poseen por completo cesa el deseo y, la mayoría de las veces, el amor hacia ellas, no me negarás que amor y deseo pueden coexistir.

SOFÍA.—A mi parecer, tus argumentos demuestran tu primera afirmación; pero los míos, que son contrarios, ni son débiles ni están desprovistos de verdad. Entonces, ¿cómo es posible que una verdad sea contraria a otra verdad? A ver si me resuelves esta duda, que me sume en el desconcierto.

FILÓN.—Sofía, yo venía a pedirte remedio a mis penas y, en vez de eso, me pides que resuelva tus dudas. ¿Lo haces para desviarme de este tema que no te es agradable, o porque los conceptos de mi pobre ingenio te desagradan tanto como los afectos de mi afligida voluntad?

SOFÍA.—No puedo negar que el entendimiento suave y puro tiene más fuerza para conmoverme que tu amorosa voluntad. Y, al decir esto, no creo causarte injuria al estimar en ti lo que más vale, ya que, si me amas como dices, debes procurar aquietarme el entendimiento y no excitarme el apetito. Por lo tanto, dejando aparte todo lo demás, resuélveme mis dudas.

FILÓN.—Aunque mi razón está inclinada a hacer lo contrario, me veo obligado a acceder a tu petición, a causa de la ley que los vencedores amados han dictado a los esforzados y vencidos amantes(2). Te diré que hay personas completamente contrarias a tu opinión, personas que sostienen que el amor y el deseo son, en efecto, una misma cosa, y creen que lo que se desea también se ama.

SOFÍA.—Están totalmente equivocadas porque, aunque se les conceda que lo que se desea se ama, hay muchas cosas que se aman sin desearlas, según ocurre con todas las que poseemos.

FILÓN.—Los has refutado muy bien. Otros creen que el amor es algo que encierra en sí, por una parte, todas las cosas deseadas aunque no se posean y, por otra, las cosas buenas adquiridas y poseídas, que ya no se desean.

SOFÍA.—Tampoco esto me convence, ya que, según dicen, se desean muchas cosas que no se pueden amar porque carecen de existencia. El amor se dirige a lo que existe, mientras que el deseo es propio de lo inexistente. ¿Cómo podemos amar los hijos y la salud aunque los deseemos, si carecemos de ellos? Esta es la causa de que crea que el amor y el deseo son afectos contrarios. En cambio, tú has dicho que pueden coexistir. Resuélveme la duda.

FILÓN.—Si el amor sólo es propio de las cosas que existen, ¿por qué el deseo no ha de serlo también?

SOFÍA.—Porque, así como el amor presupone que la cosa exista, el deseo implica su inexistencia.

FILÓN.—¿Por qué el amor presupone que las cosas existan?

SOFÍA.—Porque es necesario que el amor vaya precedido por el conocimiento, ya que nada podríamos amar si antes no supiésemos que era bueno, y no podemos conocer ninguna cosa si antes no existe en acto. Nuestra mente es como un espejo o ejemplo o, mejor dicho, una imagen de las cosas reales. Por consiguiente, nada podemos amar si antes no existe realmente.

FILÓN.—Estás en lo cierto. Mas, por la misma razón, el deseo sólo puede dirigirse hacia las cosas que existen, pues sólo deseamos lo que previamente hemos considerado bueno. Y por ello el filósofo dio esta definición: bueno es lo que todos desean(3). Luego, el conocimiento es propio de las cosas que existen.

SOFÍA.—No se puede negar que el conocimiento precede al deseo. Pero yo diría que el conocimiento no sólo trata de las cosas existentes sino incluso de las que carecen de existencia, porque nuestro entendimiento juzga una cosa que es tal como la juzga y otras que no son así, y dado que su misión consiste en discernir la existencia de la inexistencia de las cosas, es preciso que sepa cuáles existen y cuáles no. Por ello, creo que el amor presupone conocer las cosas existentes, y el deseo las que no existen y aquellas que nos faltan.

FILÓN.—O sea, que tanto el amor como el deseo van precedidos del conocimiento de la cosa amada o deseada que es buena, y para ambos el conocimiento debe necesariamente referirse a la cosa buena, pues de no ser así, haría aborrecer por completo la cosa conocida y no la haría ni deseable ni amable. De manera que el amor y el deseo presuponen igualmente que las cosas existan, ya sea en realidad ya en el conocimiento(4).

SOFÍA.—Si la existencia de las cosas fuese el previo supuesto del deseo, se deduciría que al juzgar una cosa como buena y deseable, este juicio sería verdadero. Pero, ¡cuán a menudo resulta falso y no se da esto en el ser! Por consiguiente, parece que el deseo no siempre supone la existencia de la cosa deseada.

FILÓN.—Lo que dices tanto sucede con el amor como con el deseo, ya que muchas veces la cosa que consideramos buena y amable es mala y debe ser aborrecida. Así como el juicio verdadero acerca de las cosas da origen a deseos rectos y honestos, el falso produce malos deseos y amores deshonestos, de los que derivan todos los vicios y los errores humanos. De modo que tanto el uno como el otro presuponen la existencia de la cosa.

SOFÍA.—Filón, no puedo volar contigo a tanta altura. Volvamos, por favor, más abajo. Veo que ninguna de las cosas que más deseamos, la amamos verdaderamente.

FILÓN.—Siempre deseamos lo que no poseemos, pero no deseamos lo inexistente. Al contrario, el deseo suele referirse a las cosas que existen y que no podemos alcanzar.

SOFÍA.—También suele referirse a aquellas cosas que no existen en acto pero desearíamos que existiesen, aunque no deseemos poseerlas. Así, por ejemplo, deseamos que llueva cuando no llueve y el tiempo es bueno, que venga un amigo, que se haga cierta cosa, etc. Aunque tales cosas no existen, desearíamos que existieran para sacar provecho de ellas y no para poseerlas ni, podríamos decir, para amarlas. Luego, el deseo se refiere a las cosas que no existen.

FILÓN.—Aquello que carece de existencia es nada, y lo que es nada, así como no se puede amar tampoco se puede desear o poseer. Y aunque las cosas que has citado no existen cuando se desean, cabe la posibilidad de que lleguen a existir, y de la existencia posible podemos desear que pasen a existir en acto. Así sucede con las cosas que existen y no poseemos, pero que por el hecho de existir podemos desear su posesión. De manera que todo deseo pretende: o que llegue a existir lo que no existe o conseguir lo que nos falta. Pues, ¿cómo quieres que todo deseo presuponga, por una parte, la existencia y, por otra, la privación de la cosa, y deseas que tenga lugar la exis­tencia de que carece? Por lo tanto, el deseo y el amor se basan en que la cosa exista y no en su inexistencia. Para que una cosa sea deseable es preciso que vaya precedida sucesivamente por tres cualidades: primera, que exista; segunda, que sea verdadera, y tercera, que sea buena. Con estas tres cualidades puede ser amada y deseada. No podríamos amarla si antes no se la considerara buena, porque de no ser así no se la amaría ni desearía; antes de que se la juzgue buena es preciso que se la considere verdadera; y como existe realmente, antes del conocimiento, es necesario que tenga existencia real, porque ante todo la cosa existe, luego se graba en el entendimiento, más tarde se la juzga buena y, finalmente, se la ama y desea. Esta es la razón de que el filósofo diga que la existencia, lo verdadero y lo bueno se identifican(5), con la única distinción de que el ser existe en sí mismo, lo verdadero cuando está grabado en el entendimiento y lo bueno cuando parte del entendimiento y de la voluntad para conseguir las cosas por medio del amor y del deseo. De manera que el deseo presupone la existencia tanto como el amor.

SOFÍA.—Y, sin embargo, me doy cuenta de que deseamos muchas cosas que, no sólo carecen de existencia en quien las desea, sino también en sí mis­mas. Así, por ejemplo, ocurre con la salud y los hijos cuando carecemos de ellos, y no cabe tenerles amor, sino únicamente deseo.

FILÓN.—Lo que se desea, aunque carezca de ello quien lo desea y no tenga existencia propia, no carece, como tú crees, por completo de ser. Al contrario, es preciso que exista de algún modo aunque no tenga existencia propia, pues de no ser así no podría saberse qué es bueno y deseado. Esto ocurre con la salud respecto al enfermo, que la desea porque existe en las personas sanas y él mismo gozaba de ella antes de enfermar. Lo mismo cabe decir de los hijos: aunque no tienen existencia para quienes los desean por­que carecen de ellos, sí la tienen para los demás: todos los hombres son o han sido hijos. Quien no los tiene, los conoce y considera que son cosa buena y, por ello, los desea. Estas clases de existencia bastan para que el enfermo entienda lo que es salud, sepan lo que son hijos quienes los desean y no los tienen. De manera que el amor y el deseo son cosas que tienen, en cierto modo, existencia real y que se consideran buenas, con una sola diferencia: el amor parece ser común a muchas cosas buenas, tanto poseídas como no, mientras que el deseo es propio de las no poseídas.

SOFÍA.—De tus palabras podría deducirse que cualquier cosa deseada sería amada, según has dicho que opinaban algunos autores, y el amor for­maría un grupo que abarcaría todas las cosas que se consideran buenas. De este modo, tanto las que no poseemos y deseamos, como las que poseemos y no deseamos, todas ellas, según tu opinión, serían amadas. Y yo no creo que las cosas que faltan por completo (como el ejemplo que aduje de la salud y los hijos), las pueda amar quien carece de ellas, aunque las desee, porque la existencia que según tú tenían para los demás no es suficiente para conocerlas y, por consiguiente, para amarlas, ya que no amamos a los hijos o la salud de los demás, sino la propia. Y cuando nos falta y la deseamos, ¿cómo podemos amarla?

FILÓN.—No estamos ya muy lejos de la verdad. Aunque vulgarmente decimos que «amamos» todas las cosas deseadas en lugar de decir «las con­sideramos buenas», si queremos hablar con propiedad no podemos decir que amamos aquellas que carecen de existencia propia, como, por ejemplo, la salud y los hijos cuando nos faltan. Yo me refería al amor real, porque el amor imaginado puede sentirse hacia todas las cosas deseadas, dado que existen en la imaginación. De esta existencia imaginada nace cierto amor, cuyo sujeto no es la propia cosa real que deseamos (por no existir aún en acto), sino el concepto de aquella cosa, tornado de su ser común. El sujeto de este amor es impropio, pues no hay verdadero amor si falta el sujeto real. Se trata tan sólo de un amor fingido o imaginado, porque el desear esas cosas carece de verdadero amor. De manera que hay en las cosas tres clases de amor y deseo: unas se aman y desean conjuntamente, como la verdad, la sabiduría, una persona digna, aunque carezcamos de ellas; otras se aman pero no se desean, según sucede con todas las cosas buenas que poseemos; finalmente, otras se desean pero no se aman: la salud y los hijos cuando nos faltan y las demás cosas que carecen de existencia real. En otras palabras: amamos y desea­mos al mismo tiempo las cosas que consideramos buenas, que tienen ser propio y de las cuales carecemos; amamos, pero no deseamos, estas mismas cuando ya las poseemos; deseamos, pero no amamos, aquellas que no sólo nos faltan, sino que, además, todavía no tienen existencia propia, hacia la cual pueda dirigirse el amor.

SOFÍA.—He entendido tu argumento y me agrada bastante. Sin embargo, veo que muchas cosas tienen existencia propia real y, cuando no las poseemos, las deseamos; pero no las amamos hasta haberlas conseguido, y entonces las amamos mas no las deseamos. Así ocurre con las riquezas, una casa, una viña, una joya, puesto que cuando están en poder de otro, se desean pero no se aman, por pertenecer a otro; pero, una vez logradas, al mismo tiempo que cesa el deseo se pone en ellas amor. De modo que, antes de adquirirlas, sólo se desean, mas no se aman; más tarde, cuando ya obran en nues­tro poder, sólo las amamos pero no las deseamos.

FILÓN.—Estás en lo cierto. Pero yo no digo que lleguemos a amar todas las cosas que se desean, que tienen ser propio, sino que he afirmado que las deseadas han de tener existencia propia, pues de no ser así, aunque las deseemos, no podremos amarlas. Esta es la causa de que no haya tomado como ejemplo ni una joya ni una casa, sino la virtud, la sabiduría o una persona digna, ya que, cuando carecemos de ellas, las amamos y deseamos al mismo tiempo.

SOFÍA.—Explícame la causa de esta diferencia que se da en las cosas deseadas que tienen existencia propia. ¿Por qué algunas, cuando se desean, pueden también ser amadas, y otras no?

FILÓN.—La causa radica en la diferencia que hay entre las cosas ama­bles que, según sabes, son de tres clases: útiles, deleitables y honestas, que no se dan por igual en el amor y en el deseo.

SOFÍA.—Indícame qué diferencia hay entre ellos, es decir, entre amar y desear. Y, para que pueda entenderlo mejor, quisiera que me definieses lo que es amor y lo que es deseo, con una definición que abarcara las tres clases citadas.

FILÓN.—No es tan fácil como crees definir el amor y el deseo, dando una definición que abarque todas las clases, porque la naturaleza de ambos efectos no se halla repartida por igual en cada una de las clases. Ni siquiera los filósofos antiguos dieron una definición tan amplia. Sin embargo, prosiguiendo nuestra conversación, diré que el deseo es el afecto voluntario de que existan o se posean las cosas que consideramos buenas y nos faltan, mientras que el amor es el afecto voluntario de gozar con unión de la cosa que hemos considerado buena. Gracias a estas definiciones podrás saber no sólo la diferencia entre estos afectos de la voluntad (el uno, como se ha dicho, es gozar con la unión de la cosa, el otro, del ser o de poseerla), sino también que el deseo se refiere a las cosas que nos faltan, mientras que el amor se dirige tanto a lo que poseemos como a aquello de que carecemos, ya que el gozar con la unión puede ser afecto de la voluntad sea en las cosas que nos faltan sea en las que poseemos, porque tal afecto no presupone ni hábito ni carencia alguna, sino que es común a los dos.

SOFÍA.—Aunque estas definiciones precisarían de mayor aclaración, me son suficientes como introducción a la pregunta que te he hecho acerca de la causa de la diferencia que hay entre amar y desear, en las tres clases que tú has citado: útil, deleitable y honesto. Sigue, pues.

 

Antología

NOTAS

(1) Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 2.

(2) Para los orígenes de este «servicio» amoroso, cf. por ejemplo Guillem de Berguedá (1138-1192): «Doncx, pus en mi non a ren mieu / faitz ne cum pros dona del sieu». «Así pues, ya que en mí no hay nada mío /haced de mí como noble dama con lo que es suyo» (M. de Riquer, Los trovadores, vol. I, Barcelona, 1975, p. 80), aunque ya Platón, en el Banquete (183 D-184 A) pone en boca de Fedro que el Amor ordena a los amantes perseguir y a los amados esquivar.

(3) Aristóteles. Ét. Nic, i, 1.

(4) Es decir, en potencia. (N. del T.).

(5) Aristóteles, Ét. Nic, I, 2.