Marsilio Ficino (1433-1498) fue el director de la Academia de los Médicis, que él mismo había contribuido a formar, y tuvo una importancia extraordinaria no sólo en Florencia o Italia sino también en el resto de Europa durante los treinta años de actividad de aquella bajo su dirección. Tradujo y publicó además de las obras de Hermes (primera traducción del griego al latín), los Himnos Orficos, los Diálogos de Platón, a Proclo, Porfirio, Jámblico, De la Monarquía de Dante, etc. Su inmensa actividad se ve reflejada por los continuos contactos con los hombres más importantes de su tiempo, con los que se comunicaba constantemente ya fuese por algún problema práctico o de doctrina. El presente texto constituye precisamente una de sus cartas (123, vol. 1 ed. 1988, The Letters of Marsilio Ficino 7 vol., Shepheard-Walwyn, Londres 1975-2003). No se le ha dado a su propia obra (Instituciones Platónicas, Vida de Platón, Sobre el furor divino –versión bilingüe en Anthropos, Barcelona 1993–, Teología Platónica, Sobre la triple vida, Contra los juicios de los astrólogos, Concordancia entre Moisés y Platón, Sobre la religión cristiana, Confirmación del cristianismo por el socratismo, Sobre el sol, Sobre la luz, sus comentarios o exégesis de El BanqueteDe Amore: traducido en Tecnos, Madrid 1986–, Filebo, el Político, y el de las Cartas de San Pablo inacabado por su muerte) la valoración debida por la inmensa importancia personal que tuvo al frente de dicha Academia y en su vida pública. Ver Federico González: "Los Libros Herméticos" (SYMBOLOS 11-12, 1996), publicado en la web del autor,doc. IV, así como el cap. III de La Cábala del Renacimiento publicado posteriormente.
Antología de Textos Herméticos
ALABANZA ORATORIA, MORAL, DIALECTICA Y TEOLOGICA DE LA FILOSOFIA
MARSILIO FICINO

Marsilio Ficino a Bernardo Bembo, abogado y caballero, orador veneciano distinguido por su saber y autoridad: saludos.

Preguntas por qué a pesar de que he elogiado las artes y muchas otras cosas, aún no he alabado nunca a la Filosofía que siempre he estudiado con tanta devoción. Hace algunos días Giovanni Cavalcanti, mi Acates, me hizo la misma pregunta. Mi respuesta es: primero, que lo que ha sido descubierto por los hombres puede ser debidamente alabado por ellos en cualquier momento, pero que la Filosofía, invención de Dios, está mucho más allá de la humana elocuencia; en segundo lugar, al cantar la alabanza de cada una de aquellas artes y actividades, en realidad he estado honrando a la Filosofía, inventora y señora de todas ellas. En verdad es sólo por su poder y elocuencia que damos a cada arte su debido honor, y consideramos a cada una merecedora de alabanza en la medida en que comparte la virtud y dignidad de la Filosofía. Pero siendo esta nuestra madre y nodriza, parece que a veces con perfecta justicia demanda de nosotros el honor que le es debido, así que, si ello encuentra favor, de comienzo nuestra alabanza.

Alabanza oratoria de la Filosofía
¡Oh Filosofía, guía de la vida, investigadora de la virtud, azote del vicio! ¿Qué seríamos nosotros, qué sería la vida de los hombres, sin ti? Tú has engendrado ciudades, y llamado al compañerazgo de la vida a los hombres que se encontraban dispersos, uniéndolos primero en moradas, luego en matrimonio, y después en la comunión de lengua y de letras. Has sido la inventora de las leyes, señora de la conducta de los hombres y de la disciplina... Pero, ¿a dónde lleva esta digresión inesperada? No sé cómo di comienzo a esta oratoria y canción ciceronianas. Puede que sea dulce parecida melodía pero ya que es la Filosofía tanto el principio de la canción como el tema cantado, debemos cantar filosóficamente. Comencemos pues nuevamente este juego.

Alabanza moral de la Filosofía
La Filosofía es definida por todos como el amor a la verdad y la devoción por la sabiduría. Pero la verdad, y la sabiduría misma, son solamente Dios; de lo que se deduce que la Filosofía legítima no difiere de la verdadera religión, y que la religión legítima es exactamente lo mismo que la verdadera Filosofía. Si las propiedades de las palabras derivan en parte de las propiedades de las cosas y en parte de aquellas de las ideas, como han demostrado con gran detalle Platón, Aristóteles, Varrón y San Agustín, entonces ciertamente la Filosofía, la investigadora y descubridora de la concepción de las cosas, dió a luz a la Gramática, medida del discurso y la escritura correctos.

Si solamente la Filosofía, o la Filosofía sobre todas las cosas, conoció la naturaleza de las almas, el poder de los actos, la forma de las obras, la disposición de los espacios, y lo apropiado de los tiempos, entonces, es ella, sobre todas las cosas, quien enseñó a los oradores qué decir, y cómo, a quién persuadir, y cuándo. También enseñó a los poetas qué describir, cómo despertar las emociones y deleitar al alma. De ello resulta que, sin su asistencia, los historiadores no podrían servir su oficio.

La Filosofía concedió almas a los estados cuando hizo que las leyes humanas en la tierra reflejaran las leyes divinas del cielo. Dió a luz al cuerpo del estado y lo hizo crecer al proveer la agricultura, la arquitectura, la medicina, la destreza militar y cualquier arte que le otorgue alimento, belleza o protección.

Así pues, por sobre todas las cosas, la Filosofía arranca de la miseria a los mortales, y les concede felicidad. Pues ella discrimina lo bueno de lo malo y nos muestra cómo evitar el mal para que no nos hiera, o cómo sobrellevarlo con fortaleza de modo que nos hiera menos. Además nos enseña cómo hallar más fácilmente la bondad, y cómo usar rectamente los dones que nos ha concedido la naturaleza o la fortuna o que hemos adquirido por medio del trabajo, para que puedan ser beneficiosos.

Tenía intención de terminar aquí esta carta, querido Bernardo, y no hacerla más larga de lo usual, pues ya sabes cuánto me disgusta lo extenso, excepto en Platón, nuestra primera fuente de elocuencia divina; pero la divina madre, a quien por encima de todo reverenciamos, protesta con demasiada fuerza. Escucha, por lo tanto, si quieres, las palabras que ahora demanda de mí, o que, más bien, me sugiere.

Alabanza dialéctica y teológica de la Filosofía
La filosofía emplea las herramientas de la dialéctica, creadas por su propia mano, para descubrir en las cosas la verdad a través de la contemplación, la virtud a través del uso, y la bondad a través de ambas. De ese modo, sugiere muchos principios para la contemplación, muchos preceptos para la acción, y mucha instrucción para ambas. Pero de las muchas cosas que enseña debo mencionar a una en particular. El fin es superior a aquellas cosas que con él se relacionan, al igual que un amo es superior a sus sirvientes; y así, es muy justo que las cosas externas, mortales y corporales, deban de servir al cuerpo, y el cuerpo al alma, los sentidos a la razón, la razón activa a la razón contemplativa, y la contemplación a Dios. De ahí que todas las artes relacionadas con las cosas exteriores, el cuerpo, los sentidos y la acción, deban ser súbditas de la contemplación y concederle precedencia como a su reina. Ella, es la actividad propia de Dios. No tiene necesidad de un lugar o instrumento especial, ni sirve a las cosas exteriores; de todas las cosas, ella es la más duradera, de hecho, es para siempre. Su objeto es eterno. No importa en cuál lugar, abraza libremente aquello que en todas partes está presente.

Si la vida es una forma de actividad y cuanto más excelente la actividad más excelente la vida, entonces seguro que la contemplación, siendo la más excelente de todas las actividades tanto por su valía como por su permanencia, es también la mejor vida y la más elevada; y añadiría, la más dulce de todas. Pues a diferencia de los sentidos, no trata con los placeres impuros, falsos y variables que proceden de las imágenes externas, sino que poseyendo dentro de sí misma las verdaderas y eternas causas y la naturaleza de toda cosa, se alimenta y alegra, pura, verdadera y permanentemente con aquello que es puro, verdadero y permanente. Digo que extrae un gozo ilimitado de aquello que es sin límites y, lo más importante de todo, que una vida así, estando más cerca de la vida de Dios, se transforma en su perfecta imagen.

Así, Dios es a la vez la luz y el ojo de la contemplación humana, y la contemplación es la luz y el ojo de la acción. Aunque tal ojo parezca inactivo, sin él la inactividad es mala, pero la actividad es peor; ambas son enteramente oscuras y miserables. Pero bajo su mandato, laboramos con éxito en toda actividad. Para los mortales, la sabia Filosofía les señala esta vida más bienaventurada, establecida en la cima de todas las cosas, revelándola, ya con su mismo ojo, ya con el dedo de la dialéctica. A mi juicio, también nos conduce a aquella a través de cuatro estadios principales: la conducta moral, los estudios naturales, la matemática y la metafísica:

El divino Platón considera que el alma celeste e inmortal en cierto sentido muere al entrar en el cuerpo terrestre y mortal, y vive de nuevo cuando lo abandona. Pero antes de que el alma deje el cuerpo según ley de la naturaleza, puede hacerlo por medio de la práctica diligente de la meditación cuando la Filosofía, la medicina de los males humanos, purga la pequeña y débil alma, enterrada bajo la pestilente inmundicia del vicio, y la vivifica con la medicina de la conducta moral. Luego, por medio de ciertos instrumentos naturales, eleva al alma desde las profundidades atravesando todo aquello compuesto de los cuatro elementos, y la guía a través de los elementos mismos al cielo. Entonces, peldaño a peldaño por la escala de la matemática, el alma realiza el sublime ascenso a los más elevados orbes del Cielo. Y finalmente, cosa más maravillosa que lo que pueden expresar las palabras, en alas de la metafísica se remonta más allá de la bóveda celeste hasta el Creador Mismo de los cielos y la tierra. Allí, gracias al don de la Filosofía, no sólo el alma se colma de felicidad, sino que como en cierto sentido se convierte en Dios, también llega a ser esa felicidad misma. Ahí llegan a su fin todas las posesiones, artes y quehaceres de la humanidad y de entre todo su número tan solo la sagrada Filosofía permanece. Ahí, tan sólo es verdadera felicidad lo que es verdadera Filosofía, cuando de hecho se convierte en el amor por la sabiduría, tal como la definen los sabios. Creemos que la suprema bienaventuranza consiste en una condición de la voluntad que es deleite en la divina sabiduría, y amor por ella. Y el que el alma, con la ayuda de la Filosofía, pueda un día volverse Dios, lo concluimos de lo siguiente: con la Filosofía como su guía, el alma llega gradualmente a comprender con su inteligencia la naturaleza de todas las cosas y aprehende enteramente sus formas; asimismo, a través de su voluntad se deleita en las formas particulares y las gobierna, así pues, en cierto sentido, deviene todas las cosas. Habiendo devenido todas las cosas según este principio, peldaño a peldaño es transformada en Dios, que es fuente y Señor de todas ellas. Dios en verdad perfecciona toda cosa, tanto por dentro como por fuera.

La mente humana auténticamente filosófica, al igual que Dios, concibe también dentro de sí las causas verdaderas y eternas de todas las cosas. Pero, ¿podemos decir que la mente humana sea capaz de crear cosas particulares fuera de sí misma? Dejemos a un lado el hecho de que el espíritu filosófico imita y expresa exactamente las obras secretas de Dios Todopoderoso, haciéndolas manifiestas en pensamientos, palabras y letras, a través de diferentes instrumentos y materiales. Sin embargo una cosa, especialmente, pienso que debe apreciarse: no todos pueden entender el principio o el método por el cual la obra maravillosamente elaborada del omniexperto creador se ha construido, sino solo aquél que tiene el mismo genio para el arte. Nadie puede entender cómo el filósofo Arquímedes juntó esferas de bronce y les dio movimientos similares al de los cuerpos celestes, a menos que esté dotado con el mismo genio. Y quien lo entiende, porque así está dotado, después de reconocerlas puede construir unas similares, con tal de que cuente con los instrumentos y el material. Dado que el filósofo ha visto el orden de las esferas celestes, desde dónde son movidas y hacia dónde van, cómo pueden ser medidos esos movimientos, y a qué dan origen ¿quién puede negar que su mente es virtualmente una con el autor mismo de los cielos, y que en cierto sentido sería capaz de crear los cielos y lo que está en ellos mismos, si pudiera obtener las herramientas y el material celestes? Pues el filósofo los crea ahora, y aunque con otro material no obstante con el mismo diseño.

¡Oh maravillosísima inteligencia del celeste arquitecto! ¡Oh sabiduría eterna, nacida únicamente de la cabeza del más alto Júpiter! ¡Oh infinita verdad y bondad de la creación, sola reina de todo el universo! ¡Oh verdadera y generosa luz de la inteligencia! ¡Oh calidez curativa de la voluntad! ¡Oh generosa llama de nuestro corazón! ilumínanos, te lo pedimos, derrama tu luz sobre nosotros y enciéndenos, para que podamos resplandecer internamente con el amor de Tu luz, es decir, con el de la verdad y la sabiduría. Sólo esto, Dios Todopoderoso, es Conocerte verdaderamente. Tan sólo esto es vivir bienaventuradamente conTigo. Pues aquéllos que vagan lejos de los rayos de Tu luz nunca pueden ver nada claramente, se encuentran perdidos y atemorizados por sombras irreales, como si se tratara de terribles pesadillas, y en todo lugar atormentados miserablemente en una noche perpetua. Pues siendo que únicamente aquéllos que viven celosamente conTigo ven, aman y abrazan bajo Tus rayos aquellas cosas que son verdaderas, eternas e inconmensurables, tan sólo ellos considerarán cualquier cosa limitada por el tiempo o el lugar como ilusorio sueño sin importancia. Y así no pueden ser desalojados de la altísima ciudadela de la bienaventuranza celeste, ni por el deseo ni por el miedo a las cosas terrestres.

Bernardo mío, pienso que tu Marsilio ya ha escrito todo lo que una carta puede soportar. Así que adiós, y que tengas fortuna, patrón de los filósofos; y como has hecho hasta aquí, vive continuamente en los bienaventurados brazos de la sagrada Filosofía. Te pido que vivas también siempre atento a Giovanni Cavalcanti, corazón de Marsilio.

Traducción: J. M. Río 
 
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